Lo peor, dice Charles Nelson, era el silencio. Ese lúgubre silencio en los dormitorios de St. Catherine, donde los pequeños miraban al techo desde sus camitas callados como tumbas. «Ninguno de los niños lloraba cuenta Nelson. ¿Para qué? Nadie les iba a hacer caso».
St. Catherine fue en su día el mayor orfanato de Bucarest. Cuando el psicólogo de Harvard Charles Nelson lo visitó por primera vez, hace ya 15 años, vivían allí 400 niños. «Tenía unas instalaciones estupendas», comenta el investigador. Un paraíso a primera vista... si no hubiese sido por el silencio de los niños.
Lo que vio y escuchó en St. Catherine fue un shock, una experiencia que le cambió la vida.Llevaba muchos años dedicado al estudio del desarrollo mental de los niños, pero nunca se habría podido imaginar que viviría algo así. Nelson todavía se acuerda de los niños afectados por la sífilis, con el cerebro ya invadido por esta porque nadie les había diagnosticado correctamente esta enfermedad. O de aquel chico con hidrocefalia; los médicos no habían querido colocarle una válvula especial, llamada shunt, porque conseguirla resultaba demasiado laborioso.
Más difícil de aguantar era la sensación de desamparo que se respiraba en el orfanato. Niños de ocho años con el cuerpo de niños de tres se acercaban a Nelson y le cogían de la mano, se aferraban a él... Otros se quedaban sentados en el suelo desnudo de la sala de juegos, como ausentes, balanceando el torso adelante y atrás, sin parar. Mientras, las enfermeras se quedaban en la sala de televisión charlando y fumando.
Trabajar aquí fue muy duro para Nelson y su equipo. Decidieron imponerse una regla básica: «Nunca llorar delante de los niños». No todos consiguieron cumplirla. El Proyecto de Intervención Temprana de Bucarest nació para documentar las consecuencias sociales de la desatención y su posible tratamiento. Nelson y sus colaboradores han pasado los últimos 14 años levantando acta del horror, y acaban de publicar los primeros resultados. Los niños a los que conocieron de bebés o cuando solo tenían unos pocos años de vida se han ido adentrando ya en la adolescencia. Según las alarmantes conclusiones de los investigadores, todos han sufrido daños mentales graves. En numerosas ocasiones, la desatención y las carencias socioafectivas tienen unos efectos más devastadores que el maltrato o los abusos sexuales.
Una dramática lotería.
Los científicos optaron por un experimento bastante inusual para llevar a cabo su estudio. Comenzó en el año 2000 con una dramática lotería, un procedimiento que podría parecer insensible, hasta cruel: metieron en un sombrero 136 papeletas numeradas y dobladas. Cada una de ellas escondía el destino de un niño.
Previamente, habían seleccionado a 136 pequeños físicamente sanos, con edades entre los 6 y los 31 meses. Fueron las papeletas sacadas al azar las que determinaron los 68 que serían entregados a familias de acogida. Los otros 68 se quedaron en St. Catherine.
«Claro que no nos gustó tener que privar a esos pobres niños de la posibilidad de curarse explica Nelson. Pero la alternativa hubiese sido que todos se quedaran en el orfanato». Dividir a los niños les daba a los científicos la oportunidad de comparar el desarrollo de ambos grupos.
Encontrar a las familias de acogida adecuadas resultó una tarea complicada en una ciudad en la que todo el mundo considera retrasados mentales a los niños de los orfanatos y en la que las personas que acogen a niños desconocidos pasan a ser sospechosas de pedofilia. Pero al final consiguieron reunir suficientes familias para llevar a cabo el proyecto.
Empieza el experimento: electroencefalogramas
Además de psicólogo, Nelson es neurocientífico. Llevaba más de 20 años estudiando las corrientes cerebrales de los niños, y su intención era seguir haciéndolo en Rumanía: quería descubrir si el déficit social de los niños también había afectado a las señales producidas por sus redes neuronales. Bajo la desconfiada mirada del personal rumano, su equipo levantó en St. Catherine un laboratorio equipado para realizar electroencefalografías. Los niños se sentaban allí con electrodos conectados a sus cabecitas.
Los picos y curvas de los encefalogramas reflejan la devastación que reina en las mentes de los pequeños. Especialmente sus ondas beta, consideradas un indicador del estado de alerta, eran mucho más débiles que en los niños normales. «Era como si estuvieran aletargados, como medio apagados», dice Nelson.
Lo mismo sucedía con su inteligencia: es cierto que no resulta sencillo medirla en bebés y niños pequeños, pero la denominada 'escala de desarrollo mental de Bayley' está considerada como un buen reflejo del cociente intelectual.
De media, los huérfanos alcanzaban un valor de 74, apenas un poco mejor que el de niños con discapacidad intelectual. Sus habilidades comunicativas estaban en mucho peor estado. Vocabulario, gramática, comprensión oral... en todas las facetas quedaban muy por detrás de los niños de la misma edad criados fuera de orfanatos.
Un mensaje positivo... pero limitado
A pesar de estos resultados, los científicos tienen un mensaje positivo: los cuidados recibidos en las familias de acogida han conseguido despertar la actividad mental de los niños. Los resultados más llamativos se registraban en el test de comunicación oral: apenas llegados a sus nuevos entornos, con las familias de acogida, los pequeños se lanzaban a hablar a trompicones y, al poco tiempo, sus habilidades podían equipararse a las de los niños 'normales' de su misma edad. Sus cocientes intelectuales también aumentaron; de media, subieron más de diez puntos.
Eso sí, solo unos pocos niños alcanzaron el nivel habitual en su rango de edad. Muchas de las habilidades intelectuales parecían haber quedado irreparablemente dañadas, especialmente entre los de mayor edad.
«Concluimos que en torno a los dos años se cierra una ventana en el desarrollo de los niños», dice Nelson.
El psicólogo sospecha que en los dos primeros años se crean los circuitos sobre los que luego se asienta la futura inteligencia. En esta fase temprana, el cerebro está hambriento de estímulos que impulsen su desarrollo. «Necesita experiencias tanto como el oxígeno», dice Nelson. Sin estímulos exteriores, las neuronas se marchitan en lugar de interconectarse. Los investigadores pudieron hacer visible este fenómeno gracias al uso del tomógrafo.
Si los daños han sido graves y prolongados, el cerebro no logra recuperarse, por muchos cuidados que luego reciban los pequeños. Las tomografías muestran que entre los niños criados con familias de acogida, la sustancia gris formada por los cuerpos de las neuronas tampoco había crecido hasta alcanzar un grosor normal.
Justo lo contrario ocurría con la sustancia blanca, la formada por las fibras mediante las cuales unas neuronas se conectan a otras. En los niños criados en las familias de acogida, su volumen era claramente mayor. Incluso el denominado 'cuerpo calloso' la estructura que comunica ambos hemisferios cerebrales había ganado en grosor y densidad. Por lo tanto, mientras que la cantidad de neuronas permanece limitada, sí que se puede hacer que las células nerviosas disponibles aumenten el número de sus conexiones. «Y eso se manifiesta en forma de una mayor inteligencia», asegura Nelson.
El mejor ejemplo del sprint intelectual que se puede realizar si se cuenta con las condiciones favorables es el protagonizado por el pequeño Florin: «Poco antes de cumplir un año, su cociente intelectual fue de 90 cuenta Nelson. Tras permanecer cuatro años con la familia, su inteligencia se ha situado en torno al 120».
Otros daños irreversibles e invisibles
Lo que los investigadores del equipo de Charles Nelson han reunido en estos 14 años de estudios es un angustioso registro de los efectos de la falta de atención y socialización en los niños. El más evidente es un déficit generalizado: el cuerpo de los huérfanos es mucho más pequeño que el de los otros niños de su edad, el crecimiento presenta un retraso de unos cuatro años. Los médicos hablan de un 'enanismo psicosocial'.
Una investigación más minuciosa certificó la existencia de otros daños menos visibles. Los extremos de los cromosomas de los niños, los llamados 'telómeros', eran mucho más cortos de lo normal. Este fenómeno se considera un indicio claro de un envejecimiento prematuro. Los científicos habían descubierto así que los niños llevarían de por vida en sus células un recordatorio del abandono padecido durante sus primeros años de existencia.
Los científicos se topaban con déficits de todo tipo allá donde buscasen. La vida emocional de los niños, por ejemplo, demostró ser enormemente pobre. No estaban en condiciones de manifestar alegría o entusiasmo y apenas eran capaces de reconocer reacciones de ese tipo en los demás.
Muchos de los niños presentaban un comportamiento que los expertos llaman 'estereotipia': movían el cuerpo de un lado a otro, agitaban los brazos o mostraban otras señales de hospitalismo, síndrome habitual en los bebés separados de sus madres nada más nacer. A esto se añadían con frecuencia manifestaciones de trastornos psicológicos: la depresión y los trastornos de ansiedad o de atención eran mucho más frecuentes entre ellos que en los niños criados en entornos familiares.
En torno al cinco por ciento de los huérfanos estudiados se habían refugiado en sí mismos. Se mostraban apáticos, indiferentes e inaccesibles. Los investigadores llamaron 'cuasiautismo' a este fenómeno. «Esos niños se comportaban como si nunca habían aprendido a establecer relaciones con los demás,» explica Nelson.
Más habitual era otro patrón de comportamiento con el que los investigadores se encontraron en St. Catherine: la mayoría de los niños se mostraban ansiosos de contacto humano, pero manifestaban esta necesidad de una manera arbitraria, prácticamente con cualquier persona.
Para poder investigar de una forma más precisa el desapego emocional de los pequeños huérfanos, los investigadores decidieron escenificar la visita de un desconocido, que les decía a los niños que estaba allí para llevarse a uno de ellos, así, sin dar más explicaciones. Casi todos se dejaron llevar sin ofrecer resistencia, una despreocupación que casi nunca aparece en niños con una vinculación sana con sus padres.
Y era este rasgo, la vinculación estable y segura con sus nuevos padres, lo que más influencia tenía en el comportamiento de los niños entregados a las familias de acogida. Cuanto más rápida era la integración de los niños en su nuevo entorno social, más rápida era también su mejoría. La mente y el cuerpo parecían recuperarse al mismo ritmo. Cuantos más centímetros crecían sus cuerpos, más puntos subían sus resultados en las pruebas de cociente intelectual. Charles Nelson asegura que en todos los casos estudiados pudo confirmar una sencilla regla: «La mejor cura para los síntomas de la desatención y el abandono es el vínculo de apego».
Los científicos del grupo de Nelson regresarán en los próximos meses a St. Catherine. Mediante sus cuestionarios, pruebas y electrodos, comprobarán cómo han evolucionado los niños en el orfanato y en sus familias de acogida. «Los más mayores de nuestro estudio tienen ya 15 años señala Nelson, es decir, ya tienen edad suficiente para poder apreciar hasta qué punto la pertenencia a una familia ofrece protección».
Los huérfanos rumanos
En Rumanía hay muchos orfanatos. En 1990 había 170 mil niños abandonados. De ahí que se lleven a cabo en ese país estudios infantiles, como en el St. Catherine. Con sus impactantes resultados, el doctor Nelson busca concienciar a todas las autoridades involucradas, de Estados Unidos y de cualquier país, sobre la urgencia de evitar que en el futuro sigan existiendo niños institucionalizados.
Investigar sobre el terreno
Charles Nelson es neurólogo y psiquiatra del Hospital Infantil de Boston. Él lidera el equipo que investiga la evolución de los niños que pasaron sus primeros años en el orfanato St. Catherine de Rumanía. Arriba, con uno de esos bebés que fue dado a una familia de acogida.
La importancia de los primeros mil días
PASOS DE GIGANTE. Los primeros mil días de vida son decisivos. El bebé da pasos de gigante en sus habilidades cognitivas.
CONEXIONES NEURONALES. El cerebro del bebé pesa 300 gramos y tiene casi cien mil millones de neuronas. A medida que recibe estímulos, las neuronas se interconectan hasta alcanzar varios cientos de billones de sinapsis a los tres años. Para entonces habrá alcanzado el 85 por ciento de su desarrollo.
UN CHORRO DE ESTÍMULOS. El cerebro de un bebé nunca se sacia. Los estímulos ambientales son imprescindibles para que las neuronas se conecten. Solo para agarrarse al pecho de la madre necesita activar veinte reflejos.
PODA SINÁPTICA. ¿Qué pasa con los circuitos que no se usan? Que se vuelven inservibles. Es lo que se conoce como 'poda sináptica'. La neurona no muere, pero los axones (o ramas) inútiles se 'mustian'.
LA 'DIETA' LINGÜÍSTICA. Los niños de padres con estudios universitarios escuchan unas 2153 palabras por hora. Los de familias con progenitores sin estudios, 616. A los 14 años, el gap acumulado será de 30 millones de palabras. Una 'dieta' lingüística pobre en la infancia genera adultos con dificultades para expresarse.
PIEL CON PIEL. El contacto físico con la madre es vital. El neonatólogo Adolfo Gómez Papí (Hospital Universitario de Tarragona) señala que el bebé se siente uno con su madre. Cuando llora, solo ella lo puede tranquilizar. El amor de su madre regula sus emociones, hace madurar su sistema nervioso y le enseña a responder ante el estrés. La empatía se aprende con caricias.
(Fuente: www.finanzas.com Magazine)
Buf... Demoledor!!! Lo que no entiendo es: si se saben las consecuencias del abandono y la estancia en orfanatos... ¿por qué sigue habiendo niños en desamparo que no salen en adopción??
ResponderEliminarV.