sábado, 7 de noviembre de 2015

Historia de una adopción.

Visto con perspectiva, llegué a la decisión de adoptar muy tarde. Y digo tarde porque antes me sometí a varios tratamientos de fecundación in vitro que machacaron mi cuerpo, mi espíritu y mi relación de pareja.

Además, estos tratamientos hicieron que el deseo de ser madre -un deseo que se despertó en mí tardíamente- se convirtiera en una obsesión. 

Cuando te metes en la lógica de los tratamientos de fecundación te metes en la lógica del jugador compulsivo. Esta vez no ha tocado, pero ¿por qué no a la próxima? Y sigues apostando. Sólo que aquí no se trata sólo de dinero (que también), es mucho más lo que está en juego. Los médicos exhiben sus porcentajes para demostrarte que estás en manos de la ciencia, pero en realidad estás en manos del azar.

Voy a adoptar

Finalmente me planté. Ya digo, tarde, pero me planté.   Y entonces empieza esta historia. Decides que vas a adoptar. Enseguida sabes que lo primero es obtener la “idoneidad”, un certificado que emite tu comunidad autónoma en el que te declaran “apto” para adoptar. Primero pasas por unos cursos de formación. Psicólogos y especialistas te hacen ver que adoptar no es un juego. Te explican que no se trata de defender tus derechos como adoptante sino los derechos del menor. Hablan de la “mochila” con la que llegan a una nueva familia los niños adoptados: una historia pasada de abandono, institucionalización o acogida que va a determinar su identidad. Piensas que está bien que hagan que te tomes en serio el asunto. Pero también ves cómo a veces se deslizan de la “formación” a la “presión”: por ejemplo, sobre las mujeres solas que desean adoptar.

Las cuestionan de tal manera que resultan disuasorios.Después, te entrevistan psicólogos y asistentes sociales. Te interrogan sobre tu historia familiar. Sobre tu relación de pareja. Sobre tu trabajo.  Y claro, temes mostrar alguna fisura. Temes que ser hija de padres divorciados, o de exiliados políticos de Argentina, juegue en tu contra. Intentas dar una visión idílica de tu relación. O sea, construyes un relato pensando en lo que esperan de ti.


La asistente social visita tu domicilio y examina cómo vives, y cómo y dónde vas a instalar al niño o niña. Y piensas: está bien, deben garantizar que eres capaz de recibir a un menor y criarlo, pero... ¿es necesario este escrutinio fiscalizador? 

Cuando por fin te conviertes en idóneo para la administración, viene la elección del país. ¿Dónde adoptar? ¿Nos planteamos una adopción transracial o no? ¿Averiguamos dónde hay más facilidades? En mi caso, una amiga que había adoptado en China nos habló muy bien de su experiencia. Pero aquí entran en juego las legislaciones de los distintos países. Y en China te exigían dos años de matrimonio. Llevo con mi pareja desde la adolescencia, pero no nos habíamos casado. Acabamos haciéndolo porque vimos que eso ampliaba nuestras posibilidades. 

Intentando buscar algún lazo emocional que me ayudara en la elección del país, pensé en Ucrania. El lugar de origen de mis abuelos paternos, emigrados a la Argentina en los comienzos del pasado siglo. No es que mis abuelos me hubieran hablado mucho de Ucrania de niña: eran judíos y salieron huyendo, y su único nexo con el pasado era la lengua Yidish.  Pero encontré ese vínculo irracional que andaba buscando. 

Por supuesto, no es que elijas dónde vas a ir y ya está. No. Vienen entonces las exigencias del país en cuestión. Certificados de penales, informes sobre tu situación socioeconómica, informes médicos exhaustivos, pruebas que ni sabías que existían... Intentaba tomarme todo este proceso con calma. Mi pareja iba acumulando papeles y papeles. E intentábamos no desesperarnos con las esperas ni cuando un certificado caducaba porque el expediente no avanzaba y había que volver a empezar. 

En España no hay ECAI para Ucrania. Ah, que no os lo he explicado. Las ECAI son agencias intermediarias entre los países de adopción y España. Visto lo que vino después, creo que si hubiéramos ido a un país con una ECAI hubiéramos estado algo más protegidos.

Tratábamos con una intermediaria ucraniana que nos había recomendado un conocido. La información que nos llegaba era escasa e incierta. Una tónica que no era más que un ligero anticipo de lo que nos íbamos a encontrar allí.

Por fin nuestro expediente se puso en marcha y salimos pitando para Kiev, en pleno mes de diciembre. Lo que siguió es lo que, ficcionado, relato en “La adopción”, la película que se estrena este 13 de noviembre: la inmersión en un mundo hostil, donde rige la opacidad y donde la corrupción lo impregna todo.

El proceso

Os cuento sólo el comienzo. Los adoptantes tienen opción a tres citas en el Centro Nacional de Adopciones de Kiev. En cada una te enseñan fichas de niños que viven en orfanatos de todos los rincones del país, fichas con muy escasa información. Pero suficiente para saber que en la primera cita sólo te ofrecen niños con enfermedades gravísimas. Quizá el Estado prueba a ver si suena la flauta y se libera de un niño que implica un gasto mucho mayor que el de un niño medianamente sano.

Nos habían advertido de esta primera cita. Pero una cosa es que te lo cuenten y otra verte ahí, mirando fotos borrosas de niños que vas rechazando, uno tras otro. Parálisis cerebral, minusvalías psíquicas y físicas gravísimas. Aunque sabes que si hubieras estado dispuesto a hacerte cargo de un niño enfermo podrías haber adoptado en España, no dejas de plantearte dónde están los límites. Qué estás dispuesto a aceptar y qué no. Y no dejas de sentirte fatal por plantearte estas preguntas.

Lo que ocurrió después, como tras el fracaso de la segunda cita nos enteramos (porque la desesperación de nuestra intermediaria y la necesidad de salvar su cara ante nosotros la llevó a hablar más de la cuenta) de la corrupción que anida en el corazón mismo de ese Centro Nacional de Adopciones que supuestamente vela por la seguridad de los menores de Ucrania, cómo funcionarios de ese centro “trapichean” con las fichas de los niños, cómo el grueso del dinero que pagas (unos 7000 euros en el año 2008) van a parar a manos de uno de esos funcionarios para que se haga con la ficha de un niño que no esté gravemente enfermo y la “reserve” para tu intermediaria... Y cómo confrontarnos con esa realidad empezó a crear conflictos entre nosotros (era inevitable que surgiera la disyuntiva de plantarse o seguir adelante)... Todo eso lo dejo para que lo veáis en la pantalla.

Dos recuerdos

De lo que viví allí, sin embargo, quiero dejaros un par de imágenes, que se han quedado grabadas en mi memoria de manera especialmente intensa. Una es la del primer encuentro con mi hijo. Una sala de juegos en un orfanato de una ciudad remota del este de Ucrania. Expectación, taquicardia. Un pasillo. Y de pronto, por el pasillo, un niño que asoma de la mano de una cuidadora. Viene dando pasitos, y la cuidadora murmura cosas que no entendemos, pero donde se distinguen las palabras papa-mama. El niño es pequeñito. Lleva un peto corto azul claro y una camisetita. Y sonríe. Una sonrisa dulce y triste. Como todos los niños de orfanato, lo que notas en él es casi una ausencia de expresión. Es como si no tuvieran cara, como si la falta de figuras de apego les hubiera impedido, hasta ese momento, empezar a ser alguien. 

Mirando las fotos de las sucesivas visitas que fuimos haciendo al orfanato, se ve cómo la expresión de Sergio (Serguei era su nombre ucraniano) se va transformando. Aparece la curiosidad. Aparece la diversión del juego. Aparece la picardía. Aparece la risa. Aparece la pena cuando nos marchamos. Os podéis imaginar lo poco que se tarda en crear un vínculo en una situación así.

La otra imagen aún me encoge el alma. Un día cualquiera, voy a visitarle y entro en la habitación a recogerle. Allí, doce camitas, y otros tantos niños de la edad de Sergio, en torno a los dos años. Van en medias y camisetas, algunos juegan, otro miran una pantalla de TV.

Cojo a mi niño en brazos para llevarlo a la sala de juegos. Y entonces, todos los demás se arremolinan en torno a mí, tendiéndome sus brazos, buscando que les coja. Una niña llora, llena de mocos, y sólo dice “mamamamamama”. Salgo de la habitación conteniendo las lágrimas. La puerta tiene un cristal. Allí se quedan los niños apoyando sus manitas. No saben hablar, pero saben que los que son cogidos en brazos por estas presencias nuevas y extrañas se van de allí. ¿Qué será de todos estos niños? ¿Por qué la funcionaria del Centro de Adopciones de Kiev se empeñaba en decirnos que no hay niños menores de tres años adoptables en los orfanatos?

Sólo una cosa más, a modo de apunte final: lo mal que lo pasé allí no tiene nada que ver con la gratificante experiencia de maternidad que vivo con Sergio. La adopción no es una cuestión de  solidaridad sino de deseo: el deseo de ser madre o padre. Pero aún ahora hay veces que miro a mi niño y recuerdo de dónde salió. Recuerdo ese orfanato en esa antigua ciudad industrial desmantelada al Este de Ucrania, casi en la frontera con Rusia.  Esa ciudad ahora invadida por los tanques rusos. Y pienso: “qué suerte que te sacamos de allí”.

 

Daniela Fejerman es la directora de la película La adopción

(Fuente: www.serpadres.es)

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