A Hawaiu le gusta bailar. Basta con que su abuela Mami Kamara, de 55 años,
entone las primeras sílabas de una canción para que la pequeña, de solo tres,
empiece a mover los brazos al ritmo de la música. A su hermano Amadu, de cuatro,
lo que le gusta es correr de un lado para otro. También hace el gesto de golpear
un balón, pero en Kula, en la localidad sierraleonesa de Kailahun, no se ven
muchas pelotas a las que dar patadas. Ni pelotas, ni muñecas, ni cochecitos.
“A veces me preguntan por sus padres y yo les digo que se han ido, que ya no
van a volver. Si están tristes les doy galletas, no tengo otra cosa”,
asegura la abuela. Son los huérfanos del ébola, niños que han perdido a sus
padres y que están siendo acogidos por familiares o vecinos que se atreven a
romper el estigma que pesa sobre esta enfermedad. Huérfanos, pero no abandonados
del todo.
Estamos en el epicentro de ese terremoto
llamado ébola. Solo en Kailahun y Kenema 659 personas se han contagiado del
virus (747 en toda Sierra Leona). Debido a su forma de transmisión a través del
contacto estrecho, la enfermedad está diezmando a familias enteras. Al menos un
centenar de niños en esas dos provincias han perdido a sus padres, según las
cifras de Unicef. “Algunos de ellos han tenido que salir de sus comunidades y
ser acogidos en otros pueblos”, dice Roeland Mosnach, representante de
Unicef en Sierra Leona.
“Tenemos evidencias de que el ébola está
rompiendo las estructuras tradicionales de acogida y apoyo mutuo, sobre todo a
causa del miedo y el estigma, aunque tengo la sensación de que es algo temporal,
de que una vez pase este periodo de confusión todo volverá a su sitio”,
añade.
Kula es apenas un puñado de casas, unas de
barro, otras de cemento, que se asoma tímidamente a la pista de tierra por la
que pasan a diario los vehículos de las ONG con todos esos blancos a bordo que
vienen y van. Allí, Hawaiu y Amadu han encontrado un nuevo hogar provisional.
Sus padres, el granjero Amara Aliu, de 45 años, y su esposa Mata, de 32, cayeron
enfermos hace cosa de dos meses y fallecieron poco después en el centro de
aislamiento de Kailahun. Los niños, sin embargo, no. Ellos estaban bien. Mami
Kamara, que vende bolsitas de azúcar, cubitos de concentrado para caldo y otras
especias a la entrada de su casa para obtener unos pocos leones, la moneda
local, que le permitan seguir adelante, se ha hecho cargo de sus nietos.
“Es lo normal, no tenían a donde ir”,
dice. Amadu y Hawaiu también pasaron por el centro de aislamiento de ébola,
donde les hicieron las pruebas, que dieron negativo. Después, llegaron a Kula.
“Los primeros días, la gente no quería venir a comprarme mis cebollas y
pimientos. Tenían miedo, pero ahora todo va volviendo a la normalidad. Han
comprendido que no hay peligro”, dice la abuela. Los pequeños tienen otra
hermana llamada Massah, de 15 años, pero ella ha quedado a cargo de su abuelo en
otro pueblo. "Es una adolescente y está en una edad problemática; es mejor que
esté con el abuelo", remata Mami con sabiduría.
“La mejor solución es que los niños
permanezcan en sus comunidades, que sea su familia extensa o incluso sus vecinos
quienes se hagan cargo”, explica Mosnach. “Pero hay de todo. Algunos niños
que han pasado por el hospital están siendo rechazados y para eso contamos con
pequeños hogares maternales que estamos apoyando”, apostilla. En una localidad
vecina, el presidente de la comunidad rural ha decidido acoger a los menores que
se han quedado huérfanos hasta que algún miembro de sus familias decida hacerse
cargo de ellos. “Es cuestión de tiempo que vuelvan a aceptarlos”, insiste
Mosnach.
Pero algunos no tienen ese tiempo. En el centro
de aislamiento para enfermos de ébola de Kailahun se ha producido un feliz
encuentro. Bendu Cheriff tiene sólo tres años. Su madre murió hace unos días,
pero ella está mejorando. Sin embargo, le cuesta sonreír. Hawa Idressa tiene 19
y afuera le espera su bebé de solo 12 meses. Bendu necesitaba una madre y Hawa
echaba de menos a su hija. De momento, mientras aguardan por el día de su salida
y cruzan los dedos para no recaer, ambas están juntas. Hawa cuida de Bentu.
“Aquí dentro soy su madre, me daba mucha pena esta niña. Vigilo que coma
bien, juego con ella, la cambio. Echo mucho de menos a mi niña y cuidando a
Bentu llevo mejor estar aislada aquí dentro, se hace todo más fácil”,
explica.
Los niños suponen la parte más vulnerable de la
sociedad y la epidemia de ébola les está afectando de manera especial. No es
solo que el 21% de los afectados tenga menos de 18 años, sino que el
desmoronamiento de unidades familiares enteras con el fallecimiento de cuatro,
seis o 10 de sus miembros, unido al estigma al que luego son sometidos, está
generando una mayor desprotección de los más pequeños. Sierra Leona ya tenía
antes del ébola el índice de mortalidad infantil más alto del mundo: el 17,2% de
los niños mueren antes de cumplir los cinco años, pero ahora este porcentaje va
a incrementarse aún más.
“Y no solo por el ébola”, recalca el
representante de Unicef en el país. “Las principales causas de muerte de los
niños aquí son la malaria, la neumonía y las diarreas y estamos viendo
hospitales vacíos, como el de Kenema, porque la gente tiene miedo de llevar a
sus hijos al médico. Estamos seguros de que tendremos un fuerte incremento de la
mortalidad infantil por causas distintas del ébola. Este es el mayor impacto. En
los últimos dos años estábamos consiguiendo bajar las cifras, pero ahora
luchamos para que no suban mucho. Es frustrante”.
Otro aspecto a tener en cuenta es la educación.
Sierra Leona ha suspendido las clases de manera indefinida hasta que pase la
epidemia. “Las aulas no son solo el lugar donde reciben una educación; se
trata de un sitio seguro y de protección. Ahora, y durante meses, los niños
estarán en sus comunidades y, ante la situación económica que están viviendo,
con subida de precios y dificultades, serán puestos a trabajar, convirtiéndose
en objeto de explotación infantil. Su vulnerabilidad será mayor”, remata
Mosnach.
(FUENTE: EL PAIS)
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