—¿Quiénes son los padres de Miheret?
Mercedes y Javier dieron un paso hacia adelante. A su alrededor, algunos padres ya tenían a sus hijos en brazos, otros aún esperaban. Aquellas seis parejas españolas, blancas, contrastaban con el patio de la casa cuna de Addis Abeba en donde estaban. Habían viajado durante toda la noche. Sólo habían pasado por el hotel para ducharse. Momentos antes habían cruzado una valla exterior de ladrillo gris por una puerta de reja, para quedar frente a una casa baja, también de muro gris y techo plano. Entre ellos se hacían bromas, pero a veces se hacía un silencio tenso. Estaban nerviosos. Era el 6 de abril de 2008. El tiempo era agradable y aún quedaban varios meses para la estación de lluvias. Los flashes de las cámaras de fotos saltaban cada pocos minutos y Tese, un etíope miembro de Mundiadopta, la ECAI (Entidad Colaboradora para la Adopción Internacional) a la que estaban vinculados, les acompañaba. Hablaba español. Hacía de intermediario con el personal del centro.
Una de las cuidadoras emergió de la casa cuna. Llevaba un bebé de ocho meses y siete kilos en los brazos. Era niña. Miheret. Tenía la piel oscura, los ojos negros, vestía un chándal rosa de Winnie the Pooh, con la capucha cubriendo su cabeza sin casi pelo. En los pies llevaba unos calcetines rojos, con un ribete en la parte superior de cuadros escoceses.
Mercedes la cogió. Ya no era su hija sólo porque un juzgado lo hubiese aprobado. Ya no era la madre de una fotografía. Mientras la tocaba por primera vez, sintió una responsabilidad abrumadora. Ya era definitivo. Para siempre. Y a la tarea de cuidar de ella y educarla, además de quererla, se añadía la carga de enseñarle su cultura de origen. Esa que, por su temprana edad, no iba a recordar cuando creciera en España, a casi 9.000 kilómetros de sus raíces.
Aquel día, cuando todas las parejas tuvieron por fin a sus hijos en brazos, pasaron a una sala. Iban a la celebración del café. Mercedes lo había hecho antes, con Mundiadopta. Pero no en Etiopía, ni con su hija. Olía a incienso. Una mujer etíope lavó los granos, los tostó en una sartén sobre una tolva con brasas, los molió y los echó en una jarra de cuello estrecho para luego añadir el agua. Volvió a colocarla sobre las brasas, hasta que el agua se calentó. Luego sirvió el café y les ofreció a todos esos hombres y mujeres blancos palomitas para acompañarlo.
—Mamá, quiero ir a Etiopía a bañarme en los chorros.
Los esfuerzos no siempre dan el resultado deseado. Cuando Miheret le habló así a su madre, se refería a los recintos acuáticos de Madrid Río, con nubes de agua pulverizada y chorros de diferentes alturas, en donde había estado jugando con otros niños adoptados que forman parte de Abay. No sabe aún que en su país está el nacimiento del Nilo Azul, o que fue la cuna de la legendaria reina de Saba. No tiene ningún recuerdo consciente del país, y cuando ella dice «quiero Etiopía», está diciendo «quiero Abay».
Mercedes sabe que el camino es largo, que tiene que encontrar un término medio entre su cultura de origen y la española. Lo explica pausadamente, con voz suave. Ella misma lo lleva grabado en la piel: tiene la primera sílaba del nombre de su hija tatuado en amárico, el idioma oficial de Etiopía, en su muñeca izquierda. Para quien no lo conozca, parecería que pone «go». Mercedes conoce bien a los niños, es profesora en un colegio público. El mismo donde estudia su hija. «Creo que los niños adoptados se tienen que sentir de aquí, donde están, donde viven… Madrileños, españoles… pero sin perder el amor a su origen, y sabiendo que no se lo puedes inculcar a la fuerza, porque entonces se pueden sentir extraños aquí».
Debate entre los especialistas
Precisamente esa dicotomía es la clave del debate abierto entre los especialistas en adopción internacional. «Hay un dilema enorme en la cuestión de enseñar a los adoptados una cultura que nunca han tenido», cuenta Carme Pachón Iglesias, subdirectora del Instituto de Infancia y Mundo Urbanoch y profesora titular de Pedagogía de la Inadaptación Social en la Universidad de Barcelona. Dado que muchos menores, como Miheret, no llegan a tener un recuerdo de su «anterior» vida, es difícil determinar hasta qué punto les hace bien o mal tener muy presente un país que no recuerdan. Pachón reconoce que hay muchas investigaciones que afirman que es bueno que se les inculque esa cultura de origen. Sin embargo, aunque cree que es obligatorio hablar de las raíces, ella es más prudente: «Debe hacerse con bastante discreción». La especialista ha conocido casos de niños que han acabado por rechazar su cultura de origen.
En Estados Unidos, donde la adopción internacional lleva presente desde el final de la II Guerra Mundial, se han dedicado muchos estudios a la cuestión de la identidad racial de los adoptados. Saben que los factores que influyen son muchos. Los sociólogos William Feigelmany Arnold Silverman se dieron cuenta en 1983 de que los padres con una fuerte actitud positiva hacia la cultura originaria de sus hijos aumentaba de forma considerable la aceptación por parte del niñohacia ese legado. Nam Soon Huh y William J. Reid publicaron en el 2000 un estudio en el que demostraban que las personas adoptadas eran más propensas a demostrar un orgullo hacia sus orígenes cuando sus padres adoptivos habían desarrollado actividades con ellos de carácter cultural y habían vivido en comunidades racialmente integradas.
Otras veces, sin embargo, cuando los niños crecen y se convierten enadolescentes, se resisten a los esfuerzos de los padres: lo que ellos quieren es sentir que pertenecen a ese grupo de compañeros blancos con los que conviven. Eso es lo que la directora de Children's RightsMadelyn Freundlich y la trabajadora social Joy Kim Lieberthal también descubrieron en el año 2000.
Mercedes es consciente de ello. Sabe que puede que llegue un día en que Miheret no quiera saber nada de Etiopía. Y, sin embargo, mientras quiere seguir con ese vínculo con el país. «Quiero devolver todo lo bueno que me ha dado: lo mejor de mi vida, mi hija etíope». En 2012 fue de viaje a Sevilla con su marido e hija. Paseando por la ciudad, pasaron por delante de una tienda en la que estaban quemando incienso.
—Hala Miheret, ¡cómo huele! Huele a iglesia.
—No mamá, huele a Etiopía.
Y era cierto, olía a Etiopía. Mercedes se emocionó. Supo que de alguna forma, algo de la cultura del país estaba dentro de su hija. «Aunque no fuera realmente Etiopía, sí que hay un olor característico… No sé, es cautivador». Y su hija lo tenía dentro a pesar de la temprana edad a la que fue adoptada.
El caso de Miheret se encuadra en la horquilla de edad en la adopción normalmente preferida por los padres: de 0 a 3 años. Es la preferida porque la «mochila», como se llama al conjunto de experiencias vividas antes de la adopción, es menor. El niño habrá sufrido menos. El proceso será más fácil. O eso creen los padres. El día que Mercedes y Javier fueron a Etiopía a recoger a Miheret, otra niña algunos meses mayor no paraba de llorar. Se aferraba a la cuidadora con la que había vivido tantos meses de su vida y de la que separaban para llevarla con unos desconocidos. La contraparte de los niños tan pequeños es que sus vivencias suelen quedar archivadas en el inconsciente y, al llegar a la adolescencia, es mucho más complicado explicar determinados comportamientos. Sin embargo, la teoría dice que los adoptados en los primeros meses de vida no suelen presentar problemas de adaptación, de identidad u otros problemas afectivos vinculados a su condición. Los problemas surgen cuando la adopción ha sido más tardía.
Surafel
—Creo que habrá niños que pese a verse diferentes cuando se miren al espejo, no pregunten nada si en la familia no le han dado espacio y seguridad para hablar.
Mercedes lo dice con firmeza. Su pelo rojo cortado a lo chico no se ha movido un ápice. Acto seguido, el pelo largo y rubio de Silvia se mueve, acompañando el movimiento de asentimiento de su cabeza.
—Surafel es marrón pero no lo ve... No ve que marrón significa nada porque yo sea blanca.
Son simplemente dos madres hablando en una cafetería madrileña, cerca de Moncloa. Están en una mesa frente a la barra. Pegadas a una pared verde con fotografías de Madrid del siglo pasado. La madre de Miheret lleva una camisa a cuadros. La madre de Surafel, una blanca. Se conocen desde hace años. Ambas son de la ciudad. Ambas han hecho un viaje a Etiopía del que volvieron con una nueva vida entre sus brazos. Ambas colaboran con Abay.
—Miheret sí que me ha preguntado que por qué, si la 'yayi' es blanca y yo soy blanca, ella es negra.
Miheret es mayor que Surafel. Ella tiene 6 años, mientras que Surafel cumplió 4 en junio. Las dos se esfuerzan por explicar a sus hijos qué significa ser adoptados, pero todo lleva su ritmo. En casa de Silvia, la madre del niño, ese ritmo comienza en las paredes y se extiende hasta el sonido: tienen un mapa del mundo dibujado donde está marcado Etiopia; hay una bandera con sus tres franjas horizontales de color verde, amarillo y rojo; hay fotografías del país, de etíopes; y, en ocasiones, suena en su piso madrileño la música del «David Bisbal» de Etiopía, Teddy Afro. Surafel entonces se vuelve loco: le encantan los coros en amárico, mezclados con el ritmo en cruz y el uso de sintetizadores, que a veces le da un sonido pop a la música del cantante etíope.
De alguna manera, Silvia siente que la carga genética del país africano está presente en su hijo. No sólo por sus gustos musicales. Surafel es orgulloso, noble, cabezota. Tiene un porte especial y una mirada franca que a veces se transforma en altiva y desafiante. Quizá algún día él mismo la vea reflejada en Etiopía. En el llamado viaje de retorno, aunque aún no es el momento.
—Es muy pequeño. La idea es que él vaya no tanto a buscar sus orígenes biológicos, como a conocer el lugar. A decir, tú naciste aquí.
Mientras, es Silvia la que está intentando encontrar a la familia biológica de Surafel. Pocos años atrás hizo un primer intento, pero no consiguió encontrar sus datos. Llegó un momento en el que no se veía preparada y paró. Ahora quiere volver a intentarlo. Silvia a veces pregunta a un compañero del colegio Sagrados Corazones donde trabaja. También es adoptado. Fue él quien la animó a seguir.
—Y ahora voy a retomar otra vez la búsqueda de orígenes, que no significa que el día de mañana vaya a tener contacto. No lo sé. Pero si buscar datos que él quiera saber el día de mañana.
Mercedes está de acuerdo, aunque ella ni siquiera se ha decidido.
—Además, estuve hace poco en una charla de La Voz de Los Adoptados, y hablaba que a día de hoy creen que es mejor que sea un proceso que hagan los niños cuando ellos lo necesiten, y a través de un mediador.
Que los niños elijan
Este es un sistema que se está llevando a cabo cada vez más: que sean los propios niños de quienes dependa la decisión. Que elijan ellos. Que lo pidan ellos. La psicóloga Kimberly M. DeBerry hizo en 1996 un estudio longitudinal sobre niños americanos adoptados en África en el que se dio cuenta de que, según los chicos llegaban a la adolescencia,los padres se volvían más ambivalentes respecto a su actitud de socialización cultural. La explicación, según la Doctora en Psicología, es que los niños iban demostrando menos interés, o se hizo más incómodo hablar de ello. Aún así, DeBerry dice que lo interesante de esta nueva teoría es que esta estrategia de elección basada en el niño, cambia las responsabilidades: en vez de estar en los padres, la «carga» se desliza al niño, que es quien determina la manera en que debe ser «levantada». Esto puede llegar a suprimir el interés en sus culturas raciales y étnicas para mantener la armonía familiar.
Silvia llegó a apuntarse a clases de amárico. Tenía 30 años. Había iniciado el proceso de adopción y no sabía con qué edad le asignarían a su hijo. Quería poder comunicarse con él en caso de que fuera algo mayor. «Es un idioma imposible. Me apunté 2 años y aprendí… siete u ocho frases». Se ríe de su intento infructuoso. Al final recogió a Surafel con dos meses, un 2 se septiembre. Pero ese mismo intento la ha llevado a darse cuenta de que no puede imponerle ciertos rasgos de la cultura etíope a su hijo. Él mismo debe encontrar su motivación. Debe, simplemente, querer su cultura.
—Nosotros no queremos inculcar a nuestros hijos: «Oh, eres de Etiopía, donde todo el mundo es pobre». No. Sino: «Eres de Etiopía, que es un país precioso, donde hay cosas geniales y maravillosas».
Sara
Sara Mcgrath García-Escudero estaba en su habitación, a punto de irse a dormir. Esperaba a que su padre eligiese el cuento de esa noche. El color claro de las sábanas de su cama-nido contrastaba con el color oscuro de su piel. Sus pies no tocaban el final de la cama, tenía apenas 4 años. Un cuadro hecho con punto de cruz, de osos vestidos con trajes típicos de otros países, estaba colgado sobre la pared azul claro. El color que ella había elegido.
En la estantería había libros y cuentos de todo tipo, incluso en inglés. Su padre, Peter, nacido en Inglaterra, había querido desde el principio que sus hijos aprendieran su lengua. Había dos libros especialmente significativos en la estantería. El primero, Soy Juan y soy adoptado, se parecía a los libros de la colección Barco de Vapor, con pocas ilustraciones y más texto. El segundo, ¿Por qué soy adoptado?, era tipo comic, con viñetas redondas, mucho colorido y poco texto.
Ahora Sara tiene 24 años. Nunca hubo un momento determinado en su infancia en el que empezara a preguntarse por su adopción, por sus diferencias. Creció con ello de una manera natural, sus padres se lo enseñaron. Nunca tuvo en su habitación ningún objeto que hiciera referencia a sus raíces caribeñas. En la casa donde vive ahora con su novio, tampoco.
La adoptaron con apenas 10 días. Nació en España. Por eso, el caso de Sara se encuadra en el término amplio de la adopción internacional, al existir elementos extranjeros en el proceso. Sin embargo, no entra en la descripción estricta, en la que sólo se contabilizan los niños que son trasladados de Estado, como Miheret o Surafel. Esta última opción sólo existe desde hace 18 años en España frente a la «adopción tradicional», de niños nacionales, que empezó a funcionar a principios del siglo XX.
Cada año son adoptados en España entre 2.000 y 4.000 niños extranjeros —aunque en 2012 cayeron hasta los 1.669— mientras que la adopción tradicional se ha colapsado por la baja natalidad. Provienen especialmente de Europa del Este aunque entre 2002 y 2006 se produjo una explosión en las adopciones de niños procedentes de Asia. Desde entonces, este país se encuentra entre los de mayor procedencia junto con Rusia, Etiopía y Colombia.
Según Ana Berástegui, Doctora en Psicología, estas cifras reflejan un cambio. Frente al «rechazo de las diferencias» característico de la adopción tradicional, se ha forjado en la sociedad una actitud de «aceptación de las diferencias» entre la paternidad biológica y la adoptiva. Ahora se valoran de forma positiva y no se consideran una desventaja para la familia. Se integran culturas e incluso se mantienen elementos originarios como el nombre del hijo adoptivo como símbolo de identidad.
En la familia de Sara, en cambio, no intentaron vincularla mediante actividades concretas con la cultura dominicana, aunque sus padres siempre le ofrecieron toda la información que necesitó sobre sus orígenes. Ella se siente española, pero reconoce que se le notan las raíces latinas. «Mi padre siempre me dice que empecé a bailar antes de andar».
«La gente siempre me pregunta: "¿Tú de dónde eres?". Es lo típico. Parece que me han visto negra y tengo que ser de por ahí. Y yo digo: "De Madrid". Y ellos vuelven a decirme: "¿Pero de dónde eres?". Y ya tengo que explicar que tengo raíces dominicanas…». Esa explicación, para Sara, casi no tiene ningún sentido aunque haya tenido que crecer con ella. Sin embargo, para un país que solo lleva 18 años con la adopción internacional abierta, es pronto para ser consciente de ello.
República Dominicana, para Sara, es algo lejano y desconocido. Nunca ha estado allí. Nunca ha visitado su país de origen. Y dice con naturalidad y despreocupación que le gustaría ir a conocerlo, pero como le puede interesar ir a Italia. Por viajar, por conocer. No significa que reniegue de su condición de adoptada, de la que se siente muy orgullosa.
Es simplemente que se ve ajena a ella. Es española. Por eso no culpa a sus padres de que no le hayan enseñado o vinculado más con República Dominicana, sabe que si se lo hubiese pedido, la habrían complacido.
—Pero no es algo que me llame la atención.
Ignacio
La primera imagen que Ignacio tuvo de España fue el aeropuerto de Barajas. Bajó del finger y caminó por los pasillos del edificio al lado de la monja que le traía desde Guinea Ecuatorial. Tenía casi cinco años. En la calle hacía frío. Era diciembre. El paisaje era muy diferente, pero nada le llamaba la atención. Estaba centrado en comprender lo que le estaba pasando. Llevaba sus pantalones verdes con tonos marrones de kanga, una tela habitual en su país. La camiseta era igual que los pantalones. Y a la salida le esperaba su nueva familia.
Al llegar a la adolescencia, su situación había cambiado. Tenía dos hermanos más, aunque ellos eran hijos biológicos. No había diferencias en su casa por ello, pero tampoco se hablaba sobre su adopción o sobre sus orígenes. Sus hermanos crecieron y, al menos a él, nunca le preguntaron. En el colegio era un chico más: extrovertido, simpático y algo atrevido. No obstante, tampoco llegó a hablar con sus amigos más íntimos sobre la adopción. «Fuimos muy amigos. Alguna vez saqué yo el tema, pero no es algo que se suela sacar. Era un tema un poco tabú», recuerda Alberto. «Pero él lo lleva bien».
De Guinea, lo único que conserva Ignacio es la ropa con la que llegó a España. Y algunos recuerdos. Pero no ha vuelto. En su caso no ha habido viaje de retorno, una práctica que en las adopciones internacionales de la última década sí suele estar presente. «Siento que no estoy aún preparado para volver», explica. Además, siempre se ha sentido español. Es el país que le ha visto crecer. Aquí ha tenido sus momentos de tristeza y felicidad. Su amigo recuerda que a veces llevaba símbolos de España. «Él era español y patriótico, a mucha honra».
Al principio de su adopción, sus padres mantuvieron el contacto con su familia biológica, pero con el paso del tiempo lo perdieron. Ignacio nunca preguntó el motivo.
—La verdad es que tampoco me importa demasiado.
Miheret, Surafel, Sara o Ignacio tienen un rasgo en común. Son adoptados. Han nacido en países con culturas muy diferentes respecto de la española. Tienen la piel oscura y el pelo negro, rizado en caracoles, cuando sus padres son blancos. Pero son dos caras de una misma moneda separadas por casi 20 años de diferencia. Los estudios y las propias actitudes de los adoptantes han cambiado. La sociedad también. Y los resultados de estos cambios están aún por llegar.
(Fuente: ABC.es)
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