viernes, 8 de abril de 2016

Injertados. (Artículo opinión).

Un hijo adoptado es fruto de una decisión consciente y en ocasiones laboriosamente procesada.

Se acabó. Tras un tercer parto enrevesado, quedé imposibilitada para tener hijos. Seguramente resulta difícil justificar por qué era tan importante, siendo que ya tenía en casa tres pequeños. Seguramente sonará como una más de mis excentricidades.

Se puede ser feliz sin hijos. Conozco personas maravillosas que han disfrutado de vidas ricas, plenas, y que han dejado un legado humano digno de nota; que han incidido positivamente en la vida de otros; personas que se han dedicado a su ministerio, cualquiera que fuera, y han encontrado en ello su realización; personas que no se han sentido en capacidad de brindar el tiempo, la atención o el bienestar necesario a una criatura y han optado por no tener hijos. Todo ello me parece sensato y respetable. Pero yo había degustado ya las mieles de la maternidad y me sentía absolutamente deslumbrada por cada una de las etapas por las que iba atravesando mi prole. Encontré en ello la máxima expresión de mi vocación de maestra y seguramente hubiera seguido pariendo como una coneja si la vida me hubiera dado la oportunidad. Así las cosas, la adopción se perfilaba como una solución alternativa.

Después, pasaron otras cosas que impidieron que mis planes se llevaran a efecto, pero sigo pensando que la adopción es algo extraordinario.

Como mujer, parirle un hijo al hombre que quieres es maravilloso. Pero un hijo concebido en el propio vientre, así como puede ser deseado, puede ser también un fenómeno aleatorio, fruto de un error de cuentas, de una relación fortuita o hasta de una violación. Un hijo adoptado, en cambio, es fruto de una decisión consciente, sopesada y en ocasiones laboriosamente procesada.

Ahora que lo pienso, algunas de las personas que más quiero en el mundo son adoptadas. En mi familia había varios casos, así que contemplo esta situación con naturalidad. La complicación estriba en la percepción que tienen de sí mismos los niños que se han criado junto a unos padres que no son los biológicos. A menudo tienen conflictos de identidad y de autoestima, o se sienten como hijos rechazados o víctimas del abandono, aun cuando éste haya sido involuntario, como en el caso de un fallecimiento. Pero, más aún: en vez de entender que han sido llamados a llenar los brazos y el corazón de sus padres adoptivos en una relación de enriquecimiento recíproco, se consideran los beneficiarios unilaterales de la convivencia, lo que conlleva aparejado un sentimiento de estar en deuda.

Habrá todo tipo de motivaciones para tener un hijo, adoptado o no, y habrá sin duda quien le eche en cara a su descendencia lo que ha hecho por ella, lo cual no tiene finalmente mucho mérito: es connatural al rol de padre. Pero esta situación no es la más frecuente: el acompañamiento y el afecto que se prodigan a un niño que crece revierten en una sensación altamente gratificante.

Por otra parte, otrora se evitaba que los niños adoptados conocieran la naturaleza de la relación con sus padres putativos a temprana edad, con el riesgo de que el descubrirlo resultara altamente traumático. Afortunadamente, éste es un aspecto que hoy en día se maneja de otro modo, sin secretos y con naturalidad, una actitud cada vez más frecuente, sobre todo cuando es obvio, por razones somáticas, que no existe un vínculo biológico, como en el caso de los niños asiáticos o africanos, cuyos rasgos a todas luces son diferentes de los de sus padres.

Cierta amiga le ha explicado a su hija de ocho años, a la que adora, que ella "no nació de la barriga, sino del corazón". Una verdad que no debe ser olvidada: hijos deseados, procurados, bienvenidos. Hijos injertados por necesidad al corazón.

linda.dambrosiom@gmail.com

(Fuente: www.eluniversal.com)

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