Cada vez hay menos adopciones por culpa de las trabas en los trámites que rodean el proceso.
La adopción, diseñada para que quienes intervienen queden satisfechos, es una figura gana–gana: los adoptados tienen la oportunidad de crecer en familia, los adoptantes satisfacen su deseo de ampliar el núcleo familiar brindando condiciones adecuadas a un hijo que no pudo llegar de otra manera y quienes voluntariamente entregan a su hijo saben que tendrá mejores oportunidades. Por su parte, el Estado garantiza que el infante quede en manos de una familia que cumple con los requisitos éticos y materiales para recibirlo y la sociedad tiene certeza de que ese ciudadano recibirá valores que se inculcan en la familia: amor, solidaridad, generosidad, respeto por la autoridad, cumplimiento de reglas de convivencia, honestidad y cuidado por el otro.
La familia es el núcleo básico de la sociedad. Lo que en ella suceda y la manera como ocurra afecta a sus miembros y, en consecuencia, determina el tipo de organización social que se tenga. Es allí donde, preferiblemente, las personas deben formarse y moldear el comportamiento que proyectarán en otros espacios de la sociedad.
Más niños aprendiendo y desarrollándose en familia, ojalá desde la más temprana edad, garantiza que los hombres del mañana serán los ciudadanos que forjen sociedades sobre esos mismos pilares.
Por eso no se entiende cómo en Colombia es el Estado el que niega la posibilidad para que miles de niños hagan parte de una familia que les ofrezca esas condiciones.
Las adopciones cada vez son menos, no por carencia de niños ni por falta de familias que deseen recibirlos. La traba está en la tramitología que rodea el proceso. Desde 2012, a partir de una sentencia de la Corte Constitucional (T-498), el ICBF, caracterizado por ser relativamente eficaz, hoy es presa de normas e interpretaciones jurisprudenciales que lo conducen a impedir que más niños hagan parte de familias calificadas por la misma institución como aptas para criar hijos. Para cada niño que es entregado voluntariamente por sus padres biológicos, el Instituto se siente obligado a tratar de encontrar miembros de la llamada ‘familia extensa’: ascendientes de sus padres, descendientes, familiares colaterales legítimos hasta el sexto grado, hermanos naturales, parientes por afinidad que se hallen dentro del segundo grado y el esposo o esposa si se tratara de alguien casado, pues, según la Corte, a estos les corresponde en primer lugar “la protección, el cuidado y la asistencia que los niños requieren para su adecuado desarrollo”.
Ello ha conducido a que sean escasos los niños que reciben el ‘certificado de adoptabilidad’ necesario para poderlos entregar. No basta con que los solicitantes se sometan a un exhaustivo examen y obtengan el visto bueno del ICBF; se requiere que el menor sea declarado oficialmente en abandono, lo que puede tardar años. Los padres potenciales siguen alimentando una esperanza muchas veces frustrada ante la mirada de un Estado indolente que se queda en tramitología y que por temor a ser acusado injustamente de ‘quitar niños’, impide que infantes y adoptantes se reúnan para construir familias que permitan forjar una mejor sociedad.
Hasta el 31 de marzo pasado, solo se habían entregado 203 menores, cuando el propio Instituto había dado el visto bueno a 3.126 familias que se sometieron a todas las pruebas de rigor.
La proyección para este año es que entregarán un poco más de la mitad de infantes respecto de los que se entregaron el año pasado (1.148), es decir, menos de la mitad que en 2010 (3.058) y 2011 (2.713).
Entre tanto, miles de niños pasan días, meses y años recorriendo hogares de paso y casas de adopción, perdiendo la oportunidad de ser formados, acogidos y cuidados por familias aptas y deseosas de brindar amor y formar en valores. Niños que se convierten en adolescentes y jóvenes que crecen con la sensación de haber sido abandonados y jamás incorporados a una sociedad de la cual se sienten ajenos.
Claudia Dangond
@cdangond
Fuente: www.eltiempo.com)
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