Apenas tenía 3 años cuando Tokio capituló en la segunda guerra mundial, el 15 de agosto de 1945, dejando alrededor de un millón y medio de japoneses bloqueados en Manchukuo, un Estado títere creado por Japón en el noreste de China.
Agricultores, obreros y jóvenes reservistas habían inmigrado a la región desde los años de 1930, mientas el Ejército japonés llevaba a cabo una brutal campaña de colonización por toda Asia.
Entre ellos se encontraba el padre de Yohachi, Hiroshi, que fue alistado apenas tres semanas antes de la rendición de su país y nunca se supo cuál fue su suerte.
La madre del pequeño Yohachi, enferma y pobre, buscó una familia que se ocupara de él: llevó a su hijo, con el vientre inflado por el hambre, a la plaza central del pueblo, donde una mujer, Sun Zhenqin, se prestó voluntaria para acoger al niño, al que le puso el nombre de Lai Fu (La suerte que llega).
"Era una partera, y su decisión debió de ser impulsiva", cuenta Yohachi a la AFP. "Sin duda fue por pura humanidad por lo que decidieron adoptarme y criarme, a mí, un hijo del agresor".
Después de que el emperador Hirohito anunciara la capitulación, la situación de los inmigrantes japoneses en China empeoró de golpe y decenas de miles de ellos murieron de hambre y por enfermedades, a medida que el inclemente invierno se instalaba en la región. Algunos de ellos recurrieron al suicidio colectivo, reuniéndose en casas que luego hacían estallar, mientras otros mataban con sables a mujeres y niños para terminar con su sufrimiento.
Sun Shouxun, un chino de 58 años, recuerda cómo su madre acogió a una niña japonesa por la que sus padres sentían un profundo afecto. "La opinión pública estaba contraria entonces a la adopción de niños japoneses y así era entre nuestros allegados", cuenta.
Aunque no se sabe con precisión cuántos niños japoneses quedaron huérfanos en China, Tokio habla de 2.800.
Yohachi volvió a Japón con 16 años y ya solo volvió a hablar en una ocasión con su madre adoptiva. Fue en 1966, durante un viaje a China como traductor en un intercambio cultural. Pero en plena Revolución Cultural y con restricciones a los extranjeros, Yohachi apenas alcanzó a llamarla por teléfono y escucharla gritar "¡Lai Fu! ¡Lai Fu!", antes de que la comunicación se cortara.
Tumba vacía en Japón
También se dieron casos de mujeres jóvenes a las que enviaban a casarse con inmigrantes japoneses.Fumiko Nishino, de 88 años, fue una de ellas, aunque oficialmente trabajaba como operadora telefónica con sus dos hermanas. Muchos años después de su llegada, a las tres se les ofreció la posibilidad de volver al archipiélago, pero Fumiko, que tuvo gemelos con un soldado chino, se negó a irse.
"Perdí el contacto con mi familia japonesa tras años y años sin una llamada, ni una carta", cuenta. "Cuando por fin volví (a mediados de los años 1970) había una tumba que decía que yo había muerto a los 19 años. Retiré la lápida y la rompí llorando y riendo a la vez con mi familia", recuerda.
En 1959, Japón declaró que cerca de 20 mil japoneses que se habían quedado en el extranjero, especialmente en China, habían muerto o no querían volver, abandonándolos por segunda vez.
Yohachi forma parte de los afortunados. Encontró a su madre biológica y estuvo muy cerca de ella hasta su muerte, a los 98 años. Pero en su corazón quedaron la amabilidad de Zhenqin y del resto de aldeanos, y el trabajo en el campo recompensado por las noches con un humeante plato de patatas.
"¿Y si las cosas hubieran sido al revés? Me pregunto si los japoneses habrían actuado de la misma manera", se pregunta Yohachi.
(Fuente: www.elobservador.com.uy)
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