La interacción entre niños y niñas de distintos orígenes es un fenómeno relativamente joven en España, un país eminentemente blanco en comparación con otros Estados occidentales (entre un 5% y un 10% del alumnado es de origen extranjero —según datos de la Unión Europea—, mientras en Francia, Reino Unido u Holanda lo es entre un 10% y un 20%). La adopción internacional se reguló en 1993 y empezó a hacerse efectiva a finales de esa década. Desde entonces han llegado casi 50.000 niños, sobre todo de China, Rusia, Colombia y Etiopía, según el Ministerio de Sanidad, que están entrando ahora en la vida adulta.
María Cardona (nombre ficticio), de 18 años, sabe muy bien lo que es ser “la rara” del colegio. “Fui la primera niña adoptada en el extranjero y además era china. Dicen mis padres que todo el mundo en Ibiza quería conocerme”, relata Cardona, adoptada a los cuatro años por una pareja de la isla en 1998. “Que sepa”, no tiene hermanos. “Cuando iba con mis padres, la gente me preguntaba: ‘¿Quiénes son?’. Yo contestaba: ‘Los papás’. Y me decían: ‘Tus padres te han abandonado”.
Laura, de 32 años y asistenta personal del presidente de una empresa, constata que esta sensación es real en el día a día. “Solo por salir a la calle pierdes el anonimato de ser adoptado. Todo el mundo sabe que esos señores con los que vas no son tus padres biológicos, y llamas la atención. A los ocho años te da igual, porque juegas y no pasa nada; a los 11, te sientes raro, pero a los 14 ya no quieres ir al cine”, explica. Sus padres, croata y austriaca, la adoptaron cuando era un bebé en Bogotá (Colombia) y tiene dos hermanos más jóvenes, también colombianos. Los expertos definen ese “ya no tienes ganas de ir al cine” como el reconocimiento de unas diferencias insalvables con el resto de los niños.
El paso a la vida adulta que se empieza a afrontar durante la adolescencia es especialmente complicado para los jóvenes adoptados. Un estudio publicado por la Agencia de la Adopción y la Acogida de Reino Unido (BAAF, por sus siglas en inglés) sobre los efectos de la adopción a largo plazo demuestra que el racismo que experimentan durante la infancia perdura durante la vida adulta. Además, no todas las entrevistadas para el informe (72 mujeres de Hong Kong adoptadas por familias británicas en los años 60) tienen la misma percepción de su identidad: la mitad se consideran asiáticas; un 19%, británicas, y un 15% se definen como británico-asiáticas. Un estudio similar realizado en Suecia por varias universidades explica que el racismo es diferente en función del origen: la mayoría de los africanos lo sufre, frente al 32% de los asiáticos y el 11% de los latinoamericanos.
Es durante los primeros años de secundaria, es decir, entre los 10 y los 12 años, cuando estos jóvenes comienzan a interrogarse sobre su origen y la intriga por llenar esa zona gris va en aumento hasta la mayoría de edad. Laura, que lleva tres años intentando conocer a su madre biológica, describe la situación como “un vaivén de emociones horrible”. Su familia se mudó de Austria a Madrid cuando ella tenía 10 años. Cree que los padres adoptivos deben decir la verdad a sus hijos y no intentar suavizar la dificultad: “Tienen que explicarle que le miran porque es negro, no decirle que lo hacen porque es más guapo que el resto (…) No dudo que tengan buena intención, pero lo más importante es que no nieguen a su hijo que es diferente”. Opina que lo mejor que pueden hacer los padres es reforzar la autoestima de los pequeños teniendo ellos mismos amigos chinos, negros o latinos. “Esas personas a las que los padres quieren pese a ser diferentes se convierten en referentes. No hay nada que al hijo adoptado le haga sentir más orgulloso que ver que sus padres tienen amigos como él”, dice.
El psicólogo Óscar Pérez-Muga, autor del libro sobre el trastorno de apego ¿Todo niño viene con un pan bajo el brazo? junto a José Luis Gonzalo, distingue entre los chicos que tienen información sobre sus orígenes y los que deben convivir con una laguna absoluta sobre esa etapa de sus vidas. Entre los dos extremos se encuentran los que experimentan la llamada “reparación parcial”, es decir, que pese a saber que han sido abandonados, tienen conciencia de que ha habido cierta protección y calor. Un cuarto grupo lo constituyen aquellos que han empezado a indagar sobre su pasado, pero que reciben informaciones contradictorias que los sumen en la confusión.
Laura ha tenido que frenar la búsqueda para no caer en ese desconcierto. La asociación La Voz de los Adoptados lamenta que en España no haya programas públicos de mediadores especializados en acercar a los adoptados a sus países y culturas de origen, expertos en psicología pero también con idiomas y capacidad para conciliar entre las partes. Pérez-Muga afirma, además, que mediante las redes sociales es muy fácil empezar a indagar, pero es muy peligroso hacerlo a tientas, sin la mediación de un especialista. “Yo tenía el nombre y el DNI de mi madre, pero tuve que comprobar sin la ayuda de nadie que seguía viva y que sigue en Colombia. Ahora, mi sueño es ir en Semana Santa a conocerla y mi gran miedo es que desaparezca antes”, explica. También sabe que tiene hermanos biológicos, pero aún tiene dudas sobre si tienen algún interés en conocerla. “Mi contacto me da cada vez más largas. Me contesta cada tres o cuatro meses. No sé dónde ir ni a quién acudir”, lamenta.
Cardona conserva tres amigas del orfanato en el que vivió en China, del que asegura no recordar nada. Llegaron todas juntas a España en 1998. Viven en diferentes ciudades, pero han mantenido el contacto durante todos estos años. En Ibiza no tiene referentes adultos. “Aparte de mi profesora de chino, no conozco a nadie de ese país, solo a los que trabajan en las tiendas de Todo a 100, y de vista”, cuenta. Y no sabe si quiere volver a visitar su país: “Creo que fui abandonada. No sé nada más. Algunas de mis amigas recuerdan algo y otras no. Los orfanatos tampoco saben gran cosa [sobre sus familias de origen]. Como hemos olvidado nuestras vivencias, todas sospechamos que hemos sufrido abusos y cosas así. De mis amigas, la única que recuerda, la mayor, odia directamente todo lo que tiene relación con China. Odia hasta su raza, por decirlo así”. Otros, explica Laura, “mitificamos nuestra cultura”. Y por eso necesitan volver a ella para conocerla.
Ricard Domingo, padre de una niña de Etiopía y presidente de AFNE, una asociación de familias adoptantes en ese país, defiende que el “viaje de retorno” es muy positivo. Tras conocer la experiencia de una veintena de familias, reconoce que es “duro y difícil”, pero asegura que si se hace antes de la adolescencia se facilitan mucho los problemas identitarios. “Si no se pueden permitir el viaje, recomendamos a las familias que recaben toda la información posible sobre la procedencia de sus hijos”, aconseja.
Sea a través del idioma, de la comida, de la música..., crear un vínculo con ese origen es, para los expertos, fundamental para, poco a poco, hacerles capaces de volver a mirarlo de cara y aceptarse a sí mismos: es decir, para construir su identidad. A esa edad, todo elemento diferenciador provoca una crisis. De ahí que todos quieran, por ejemplo, vestirse igual. “Les provoca una gran inseguridad que les pregunten de dónde son si no saben responder o saben poco sobre ese país”, dice Domingo.
“No lo hacen con maldad, sino que los niños recurren a la discriminación como parte del proceso de construcción de su identidad, mediante la comparación con el grupo”, explica Cristina Negre, doctora en psicoterapia familiar especialista en adopción de la Universidad de Barcelona.
La diferencia principal del racismo que sufren los niños adoptados con la discriminación experimentada por los hijos de inmigrantes es que los segundos tienen en casa un referente cultural y un ámbito de protección que los segundos sienten no tener. “Los inmigrantes creen que su familia les entiende, que sufre la misma discriminación porque es como ellos, pero en el caso de las familias adoptantes pueden tender a tapar el problema de la discriminación como parte del proceso de adaptación”, explica el psicólogo Alberto Rodríguez, uno de los autores del estudio de Ume Alaia. “Los adoptados tenemos que aceptar que preguntas habrá toda la vida. Si no las hay, notas cuchicheos. Los padres biológicos te pueden dar herramientas, pero los blancos no han sentido nunca esa discriminación”, describe Laura.
“Al principio lo cuentas, pero luego no quieres molestar y te callas muchas cosas”, apunta. La misma idea transmite Javier Álvarez-Osorio, padre de dos niños africanos y presidente de la Asociación de Familias Adoptantes de Castilla y León: “Lo del ‘negro de mierda’ es pan nuestro de cada día. Dejan de contarlo, pero si te sientas a hablar con ellos y empiezas a escarbar, ves que es más frecuente de lo que piensas”.
Aunque no hay muchos estudios sobre el racismo contra niños adoptados, un informe publicado por la Universidad de Barcelona en 2010 demuestra que el 75,4% de los padres adoptivos niega que sus hijos fantaseen sobre su familia biológica, mientras los expertos explican que la necesidad de conocer sus orígenes es común a todos ellos. El dato demuestra que la mayoría de los hijos adoptivos tienen la sensación de que sus padres no pueden entender su malestar.
Montse Lapastora, psicóloga clínica especialista en adopción, insiste en la diferencia entre el rechazo que siente un niño con gafas o gordito y el que perciben los adoptados. Los segundos ven cuestionado algo más profundo de su personalidad, que afecta a sus rasgos más básicos. “Tuve una paciente asiática que quería arrancarse los ojos, otra india muy oscura que quería extenderse la piel blanca de la palma de la mano al resto del cuerpo. Otros, negros, que me decían que se frotaban para ver si se les iba el color”, testifica. La experiencia cotidiana de la discriminación les hace crecer con la consciencia de que “quien no es blanco, es negro”, que forman parte de “los de fuera”.
“El extranjero, el gitano, el negro, el raro… todos eran mis amigos. Cuando mis compañeras de clase iban a Kapital [una discoteca de Madrid muy popular entre los adolescentes] yo iba a bares funk. Mi hermano tuvo una época en la que todos sus amigos eran latinos”, relata Laura. María Cardona recuerda que uno de sus mejores amigos cuando llegó al instituto era un chico ecuatoriano.
Al duelo del abandono, se suma el de la diferencia. “A los seis o siete años, los niños empiezan a ser conscientes de que son distintos. Desde pequeños tienen que hacer el procedimiento para asimilar la diferencia (…) pero cuando crecen, normalmente en la adolescencia, y buscan relacionarse con personas que se les parecen físicamente se dan cuenta de que son blancos con cuerpo de negro”, aclara Cristina Negre, para explicar que, al haber sido educados en familias españolas, muchos niños no tienen elementos para entender su cultura de origen.
“Amigos míos me han llegado a decir ‘qué suerte tienes de no parecer colombiana’. Un comentario así desata en nosotros muchos pensamientos: ¿por qué?, ¿es malo parecer colombiano?, ¿y serlo?, ¿los que lo parecen, son malos?, ¿qué pasaría si lo pareciera?”, se pregunta Laura.
(Fuente: ElPais)
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